
En el día de Todos los Santos de 1755, Lisboa fue Haití. La tierra  tembló cuando faltaban pocos minutos para las diez de la mañana. Las  iglesias estaban repletas de  fieles, los sermones y las misas en pleno  auge...Tras la primera sacudida, cuya magnitud los geólogos calculan hoy  que pudo alcanzar el grado 9 en la escala de Richter, las réplicas,  también de gran potencia destructiva, se prolongaron durante la  eternidad de dos horas y media, dejando el 85% de las construcciones de  la ciudad reducidas a escombros. Según testimonios de la época, la  altura de la ola del tsunami resultante del terremoto fue de veinte  metros, causando novecientas víctimas mortales entre la multitud que  había sido atraída por el insólito espectáculo del fondo del río  sembrado de restos de  navíos hundidos a lo largo del tiempo. Los  incendios duraron cinco días. Los grandes edificios, palacios,  conventos, repletos de riquezas artísticas, bibliotecas, galerías de  pinturas, el teatro de la ópera recientemente inaugurado que, mejor o  peor, habían aguantado los primeros embates del terremoto, fueron  devorados por el fuego. De los doscientos setenta y cinco mil habitantes  que Lisboa tenía entonces, se cree que murieron noventa mil, Se dice  que a la pregunta inevitable “Y ahora, ¿qué hacemos?, el secretario de  Exteriores Sebastián José de Carvalho e Melo, que más tarde llegaría a  ser nombrado primer ministro, respondió: “Enterrar a los muertos y  cuidar de los vivos”. Estas palabras, que luego entraron en la historia,  fueron efectivamente pronunciadas, pero no por él. Las dijo un oficial  superior del ejército, expoliado de esta manera de su haber, como sucede  tantas veces, a favor de alguien más poderoso.  En enterrar a sus ciento cincuenta mil o más muertos anda ahora Haití,  mientras la comunidad internacional se esfuerza por auxiliar a los  vivos, en medio del caos y la desorganización múltiple de un país que  incluso antes del sismo, desde hace generaciones, se encuentra en estado  de catástrofe lenta, de calamidad permanente. Lisboa fue reconstruida,  Haití también lo será. La cuestión, en lo que respecta a Haití, reside  en cómo se ha de reconstruir eficazmente la comunidad de su pueblo,  reducido a la más extrema de las pobrezas e históricamente ajeno a un  sentimiento de conciencia nacional que le permita alcanzar por sí mismo,  con tiempo y con trabajo, un grado razonable de homogeneidad social.  Desde todo el mundo, de distintas procedencias, millones y millones de  euros y de dólares están siendo encaminados hacia Haití. Los  abastecimientos han comenzado a llegar a una isla donde todo faltaba o  porque se perdió en el terremoto o porque no existía. Como por acción de  una divinidad particular, los barrios ricos, comparados con el resto de  la ciudad de Puerto Príncipe, fueron poco afectados por el sismo. Se  podría decir, y a la vista de lo sucedido en Haití parece cierto, que  los designios de Dios son inescrutables. En Lisboa, las oraciones de los  fieles no pudieron impedir que el techo y los muros de las iglesias se  les vinieran encima y los aplastasen. En Haití, ni siquiera la gratitud  de haber salvado vidas y bienes sin haber hecho nada ha movido los  corazones de los ricos para acudir en auxilio de millones de hombres y  mujeres que ni siquiera pueden presumir del nombre unificador de  compatriotas porque pertenecen a o más ínfimo de la escala social, la de  los no-seres, a la de los vivos que siempre estuvieron muertos porque  la vida plena les fue negada, esclavos que fueron de señores, esclavos  que son de la necesidad. No hay noticia de que un solo haitiano rico  haya abierto sus bolsas o aliviado sus cuentas bancarias para socorrer a  los siniestrados. El corazón del rico es la llave de su caja fuerte.  Habrá otros terremotos, otras inundaciones, otras catástrofes de esas  que llamamos  naturales. Tenemos ahí el calentamiento global con sus  sequías e inundaciones , las emisiones de CO2 que, sólo forzados por la  opinión pública , los Gobiernos se han resignado a reducir, y tal vez  tengamos ya en el horizonte algo en lo que parece que nadie quiera  pensar, la posibilidad de una coincidencia de los fenómenos causados por  el calentamiento con la aproximación de una nueva era glacial que  cubriría de hielo la mitad de Europa y ahora estaría dando las primeras  señales, todavía benignas. No será para mañana, podemos vivir y morir  tranquilos. Aunque, y que hable de esto quien sepa, las siete eras  glaciales por las que el planeta ha pasado hasta hoy no han sido las  únicas, habrá otras. Entretanto, volvamos la vista a Haití y a los otros  mil Haitís que existen en el mundo, no sólo para esos que prácticamente  están sentados sobre inestables fallas tectónicas para las que no se  les ve solución posible, sino también para los que viven en el filo de  la navaja del hambre, de la falta de asistencia sanitaria, de la  ausencia de una instrucción pública satisfactoria, donde los factores  propicios para el desarrollo son prácticamente nulos y los conflictos  armados , las guerras entre etnias separadas por diferentes religiones o  por rencores históricos cuyo origen, en muchos casos, se perdió en la  memoria aunque los intereses de ahora se obstinan en alimentar. El  antiguo colonialismo no ha desaparecido, se ha multiplicado en una  diversidad de versiones locales, y no son pocos los casos en que sus  herederos inmediatos son las propias élites locales, antiguos  guerrilleros transformados en nuevos explotadores de su pueblo, la misma  codicia, la crueldad de siempre. Ésos son los Haitís que hay que  salvar. Habrá quien diga que la crisis económica vino a corregir el  rumbo suicida de la Humanidad. No estoy muy seguro de eso, pero al menos  que la lección de Haití pueda resultarnos de provecho a todos. Los  muertos de Puerto Príncipe ya están con los muertos de Lisboa. No  podemos hacer nada por ellos. Ahora, como siempre, nuestra obligación es  cuidar de los vivos.   
José Saramago Enero 2010
José Saramago Enero 2010
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1 comentario:
Victoria, me gusta la fotografía que has metido. Tiene mirada de soñador, de esperanza.
Soñemos con un mundo distinto y más justo. ¡Claro que si!
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